martes, 26 de enero de 2010

Luz que duerme sobre el fresco de las baldozas


De la Revolución Francesa al Internet, desde Cartagena de Indias

Algo sobre el Abate Raynal y sobre las frustaciones de un enciclopedista al intentar construir su primer blog con la intención de promover la cercanía de los mundos distantes, la flexibilidad de los tiempos, la poesía mística y la poesía erótica, la fotografía ortodoxa, el manejo de los megapíxeles, los hermosos desnudos en imágenes borrosas, la arquitectura antigua, la modernidad descartada, la arquitectura mala pero costosa, los vidrios azules, la simple mamadera de gallo y el humor dizque de fina estirpe, el sexo cibernético debidamente registrado, legalizado y autenticado con buenas maneras, el librepensamiento, el pensamiento irracional, las corazonadas y los poemas de amor-corazón, las opiniones políticas y las otras opiniones... pero antes que nada, veamos una breve lección de química:

Propiedades de la ausencia

A veces nos adormece como el gas de los quirófanos, otras tantas gravita sobre nosotros como la noche ausente en su propia esfera. Aun queda en la calle el destello del concreto y un cierto rumor inutil despojado de fuego.
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No han sido fáciles estas cosas para mí que apenas voy para los 79, imagínense entonces como serán las cosas para el Abate Raynal que nació en el XVIII aunque la verdad es que el viejo sigue tan campante y repartiendo sabiduría.

Aparte de los miles de sobresaltos y dificultades del Abate para entender el siglo XX y sobre todo el XXI, se suma ahora lo de entender el internet cuando todavía no ha podido reponerse de la impresión de tantas invenciones descabelladas encontradas en su futuro como esa lámpara mágica que lo seduce más que las representaciones de Moliere o de Rameau que viera en vivo antes de la Revolución, y que por más que se le ha explicado que las imágenes llegan a la pantalla por vía electronica, el se empeña en descubrir el momento sigiloso de la madrugada en que los muñequitos entran a la maravillosacaja idiotizante que los más ortodoxos llaman televisión.

Comprenderán entonces que solicitemos su comprensión y mil excusas durante la construcción de este espacio, este si de veras heterodoxo.

El Abate Raynal además pide encarecidas disculpas a sus lectores pues su avanzada edad le dificulta entender con la debida agilidad los tejemanejes realmente complicados para armar un blog. Compréndase, recuerdo, que cuando el abate nació en 1713 a duras penas se escribía con una pluma de ganso y el ratón no era la extensión electrónica de nuestra mano sino una asquerosa alimaña que merodeaba en las cocina francesas en busca de residuos de quesos gruyere.

Pero dejemos que sea el mismo abate quien empiece a relatarnos ese aspecto tan interesante de su vida en Cartagena de Indias a orillas del Mar Caribe:


París, otoño de 2.005

Queridos amigos:

Creía haber dejado Cartagena de Indias para siempre y me disponía a tomar distancia del mundo en un retiro varias veces postergado cuando recibí en mis aposentos de la rue Saint Jacques la visita de Juliana, joven a quien había apoyado en su tesis de grado en Historia del Arte de la Sorbona. Había ido a visitarme para informarme que su padre andaba empeñado en la publicación de un libro que recogía parte de su archivo fotográfico, y para el cual pedía mi asesoría y un par de cuartillas sobre mis impresiones relativas a mi larga estadía en Cartagena. Finalmente me invitaba para que los acompañara en Diciembre a esa ciudad del Caribe donde el anunciado libro vería la luz pública.

Acepté con gusto a pesar de que mis achaques dificultaban mis desplazamientos y que además la avanzada edad había desgastado en mí el hábito de la agudeza y el recurso de la ironía tan apreciados por su padre. Haría entonces todo mi esfuerzo por complacerlos con mi presencia y con mis comentarios sobre lo que vi y oí en aquella ciudad de la luz y la bruma, el sol y la sal, confiando en que a pesar del sfumato del tiempo y la distancia, la indiferencia existencial que dan los años me permitiría trazar rutas precisas e imparciales entre las aguas borrascosas de los intereses creados sin preocuparme de las represalias ni de los reconocimientos tardíos.

Comisionado por la Real Sociedad para la Relación y Defensa del Patrimonio de Ultramar, años atrás yo había llegado a Cartagena en una breve escala con destino a Machu Pichu, pero innumerables contratiempos en un giro bancario y en el envío de un equipo de arqueología que debía llegarme desde El Havre harían de esta escala una estadía que terminó por sembrarme dieciséis años en tierras donde a la sombra de la espera hice algunos amigos cuya generosidad temeraria me vinculó como columnista al semanario “Tiempos del Universo”.

Me había ganado la reputación de caminante compulsivo, pero más que un afán turístico me animaba la prescripción de mi facultativo quien veía en tales caminatas el único paliativo para la pereza coronaria y otras dolencias que me afectaban. De esa manera cualquier día me encontré traspasando el nudo atroz de Bazurto hacia los tugurios que brotaban de los manglares en el pantanal de Tesca.

Por alguna dádiva que atribuyo a mi aura centenaria me fue dado conocer sin riesgos ni reservas los misterios y penurias de estas barriadas. Fue así como conocí la arquitectura de cartón en la Ciénaga de la Virgen y la disentería a perpetuidad de sus niños barrigones. Fui invitado a parrandas de tres días y nombrado jurado en torneos de “picós” donde competían los decibeles inverosímiles de El Huracán y el Gran Pijuán. Vi navegar la nata del verdín en los canales del Barrio Olaya mientras gigantescos nenúfares tapizaban de verde los albañales del Pozón. Es decir, conocí el mundo mas allá del cordón idílico de piedras coloniales, donde una realidad delirante y olvidada era vertida sin filtros en mis columnas.

Empezaba a sentirme a gusto en la salmuera del Caribe cuando tuve que regresar a París tras la muerte del último de mis parientes quien había dejado más entuertos que herencia. Había partido con la nostalgia anticipada y la ilusión equívoca de un regreso que nadie me había prometido pero que en las últimas semanas se venía cociendo al calor de las cartas de algunos amigos que añoraban mis escritos, los cuales seguramente leían más por lealtad que por interés en los mismos. Fue entonces cuando recibí la visita de Juliana que hoy me tiene desempolvando mis baúles y mi vieja Remington, dispuesto a respaldar a su padre en su empresa editorial y de paso a retomar algunas líneas en esa ocupación que un tal Gabriel José bautizara como “el oficio más bello del mundo".

En este punto terminaba la carta del Abate Raynal, quien solía decir que Cartagena era una bella mujer que flotaba entre las aguas lerdas de su progreso provinciano y el lugar común de su folletín colonial. Con metáforas didácticas asimilaba la Zona Histórica a una cabeza acartonada, Bocagrande con su brazo derecho, y Marbella, Torices y Crespo con el izquierdo, mientras Manga y Pie de la Popa se le antojaban dos pechos frondosos a lado y lado de caños y manglares.

Y hasta ahí llegaba su devoción por la ciudad-mujer cuya espalda se brotaba con invasiones galopantes a orillas de la Ciénaga de Tesca mientras Bazurto, su congestionada cintura, albergaba el ombligo mugroso del Mercado Central. De allí para abajo una enorme falda cubría con pudor el prodigio inenarrable de la multiplicación de los barrios en una ciudad que a semejanza de Florita “estaba bien pa’rriba, pero pa’bajo ná”.

Sufría esta mujer de una malformación en su espina dorsal que a lo largo de la Avenida Pedro de Heredia la hacia sufrir desde El Centro Histórico hasta el infierno destapado en los confines del recuerdo. Tal desgreño tenía por causa, afirmaba el Abate, en la intonsa miopía de sus padres que en los últimos años se habían limitado a publicitar su rostro recién restaurado relegando el resto de su cuerpo a la buena de Dios.
En este punto de su diatriba consideré que el Abate había regresado más senil que nunca y le repliqué contrariado que seguramente él no conocía los grandes proyectos que se gestaban, ni tantas obras nuevas y relucientes construidas recientemente en la ciudad tales como el nuevo Corredor de Carga, equiparable a los mejores viaductos del mundo. Fue entonces cuando esbozó una sonrisa compasiva mientras me invitaba a recorrer en las próximas vacaciones la autopista interestatal 95 allí no más en la Florida.
Luego cargó de nuevo con sus baterías cáusticas para comentarme que ya había recorrido el tal Corredor Vial que desvertebraba los barrios, pero que hecho el daño, no había más que disfrutar el nuevo viaducto que plácidamente había de llevarnos a los nuevos puertos y a la Zona Industrial de Mamonal en 15 minutos después de rodar suave y refrigeradamente en el aire lánguido y envolvente de un nocturno de Chopin.

Hacía muchos años el Abate Raynal había llegado por vez primera a Cartagena en un vapor que atracó en el terminal del viejo puerto de Manga al amanecer de un lunes brumoso en cuyo horizonte se superponían los ladridos de los perros lejanos y el retumbar de los últimos bajos extraviados de una parranda.

Años después, convencido de las ventajas de la navegación aérea no dudó en visitar con frecuencia la ciudad que había redescubierto el día que aterrizó en el aeródromo de Crespo sobrevolando a ras los palafitos de cartón de la Ciénaga de la Virgen cuyos techos levitaban al paso trepidante del hermoso pez que en el aire se transformaba en Constellation. Fue entonces cuando hizo su primer recorrido por la Avenida Santander.

Era un atardecer memorable cuyos arreboles envolvían las aguas indómitas y las piedras centenarias en una atmósfera de dorada irrealidad desde la cual idealizó para siempre esa avenida que por más moderna y ultrajada que fuera proponía incluirla en su catálogo de Maravillas Históricas y Maltrechas de la Ciudad.

Mencionaba en su apoyo el valor del soberbio paisaje, las dunas blanqueadas en las playas de Marbella, las ventiscas de arena a ras del camino, los manglares del Caño Juan de Angola, las aves exóticas que sobrevolaban el aire de Canapote, los palacetes lejanos sobre las colinas de Torices y el ocaso que flotaba sobre las villas ruinosas del Cabrero, los gigantescos sábalos de plata que saltaban frente al mar de La Tenaza, la silueta gris y lejana de San Felipe, y finalmente la visión exultante de la ciudad antigua contenida apenas por el cordón calcáreo de las murallas.

Con la lógica esencial de los sueños, decía el Abate, la Avenida Santander difumina en una sola sustancia todo el paisaje que la rodea entre la línea incierta del horizonte y las fabelas de miseria dulcificadas por la distancia. Pero también alertaba sobre las asechanzas de los demonios simples que solo veían patrimonio en las construcciones coloniales, o acaso y como dádiva reciente, en las republicanas. A cambio de ello, el Abate consideraba histórica toda la ciudad en todas sus épocas y dimensiones, inclusive la contemporánea que se desarrollaba en el tiempo valioso de su propia historia. Solía decir que patrimonio eran desde luego las murallas y los inefables balconcitos y callecitas de la ciudad, pero eran también sus espacios exteriores, los cuerpos de agua, el malecón de los escombros, la bahía y la ciénaga de los sedimentos, el espíritu fenecido del manglar, el pacifismo en baja de sus habitantes, la memoria del patio, el amoblamiento de mimbre en las estancias umbrías, y más allá,

el tableteo del dominó en los barrios,
la cáscara fina del Once de Noviembre,
la integridad en riesgo de las iguanas,
las ceibas gigantescas que iban quedando,
y algún día quizá,
hasta el transmilenio local y otras ventoleras
que yo espero disfrutar cuando pase la farándula
y pueda decir con certeza agradecida
que a pesar de tus heridas nunca te he llorado
pero te celebro como siempre,
tierra candente de potenciados pechos
que resoplan con la descarga,
porque en la madrugada,
cuando se apagan las estridentes voces
es realmente el principio,
la epifanía del día ascendente
cuando el aire se hace más diáfano
sobre los pastizales intensos del sol,
de manera que ya no habrá más
que entonar otra música,
realmente entrañable,
para irla desgranando pieza por pieza en el mar
y por las calles de todos los barrios
desde el vapor de la ciénaga hasta la bruma de la bahía
porque todo el orbe se llenará de ti
hasta el límite del mundo donde la tierra es sal
y el agua metálica sol fragmentado
bajo tu voz templada que vuela
sobre las dunas de plata
por donde regresa el viento que se cuela
por los muros de bahareque
y por todos los recovecos de la ciudad
desde Bocachica y Tierra Bomba,
hasta la Santander y Manzanillo del Mar
donde flotan las mariapalitos
en la irrealidad de los besos
ignorantes del trote solitario
de la yegua que salpica el agua
tarareando su rumba acompasada a mi lado,
agotando la cerveza y engañando la fatiga
con la sopa de pescado que bebemos a tu nombre.

Porque estos días, tierra,
no han de pasar inadvertidos,
más bien todo será celebrarte
y arar con tu nombre el cielo,
y repetir tu repertorio en la tarde
mientras le quebramos el espinazo al tiempo,
precisamente ahora
que se han ido las últimas lluvias de noviembre
y las primeras brisas hacen recordar lo olvidado.

Tal vez sea entonces la hora de mirar la luz de diciembre contra el azul prometedor del cielo y para tal efecto nada como rodar libremente rumbo a Manzanillo del Mar, tierra prometida del viento y la sal, y del sol que recala en el patio de las matronas negras, reino indiscutible de la Yegua Escarlata.

Tomamos la Avenida Santander, y por un impulso arraigado en la nostalgia nos desviamos brevemente por la calle Real del Cabrero, barrio donde este cronista oyó el sonido por vez primera en la voz joven de Celia Cruz y la Sonora Matancera que en oleadas intermitentes traía la brisa desde el arrabal de Chambacú saltando por encima del lago del Cabrero. Eran los picós que se encendían los viernes y solo se apagaban con los primeros gallos del lunes.

Continuamos luego hacia Crespo, otrora guardián solitario de los vientos. Había sido un hermoso barrio residencial hasta hace poco cuando en la calle del Aeropuerto se instalaron los tenderetes y todos los automotores congestionados del progreso. Sorteado este mal paso logramos por fin coger carretera plácida por un paisaje bucólico a orillas del espejo de la Virgen bordeado de manglares primorosamente invadidos por familias desplazadas e invasores de oficio que se transparentan a los ojos estrábicos de la ciudad.

Finalmente llegamos a Manzanillo del Mar por una carretera de seda que por contraste se detiene precisamente en la primera casa del pueblo, pero en medio de tanta pobreza y transitando por calles intransitables llegamos por fin al reino espléndido de Dona la negra, cuya sopa de pescado rebasó en su fama los confines más apartados del planeta, situación que llevó al poeta a cantar así a los Rituales Abiertos del Sábado:

Ahora que he perdido la señal intentaré toda clase de fugas, desde abandonar la inutilidad de los versos hasta ir al encuentro de marginados paraísos donde un aire fornicante me atraviese con sus lanzas de sal y la terquedad de las olas me recuerde que el poema no está en los libros sino en el relámpago que estalla en la grupa sudorosa del caballo, en el agua que rutila sobre los cuerpos desnudos, o en el humo que se fragua en el traspatio donde hierven la sierra y el pargo como víctimas propiciatorias del ritual abierto del sábado que se extiende hasta que regreso para buscar la estela de cantería labrada en ti, mujer nacida en la piedra.

Cárcel y defensa,
horizonte de mis lamentos,
cama tallada en la roca
para los amantes de las troneras.

La humedad fosforescente de los siglos
ilumina el verdín de tu felpa
que en la tarde trepa por tu costado
hermanado con los patios umbríos;
acopio de olores que el sol fermenta
en texturas y presencias indecibles
que terminan por convocar el calor de la piedra,
y la piel en cráteres de la luna.

Tarde inocente de los niños,
color en agosto de las cometas,
dulce premonición de los novios,
refugio de urgencia de la carne encendida,
balcón de la fantasía
para los muchachos que se fuman el atardecer
y para los que ejercen furtivos en la noche artificiosa
que ha de sucumbir ante el discurso de la piedra
que romperá el silencio de la sierpe
donde se cristaliza el sudor de los antiguos canteros
y el turquí profundo de la última tarde, y el tiempo,
que me recorre calcáreo en su coito ancestral;
orgasmo de salitre, viento y gaviotas
que me zumba hasta que subo a ti
y del otro lado descubro el mar.